La novela de la niebla

La novela comienza en una estación de ferrocarril, resopla una locomotora, un vaivén de pisotones cubre la apertura del capítulo, una nube de humo esconde parte del primer párrafo. Entre el olor a estación pasa una ráfaga de olor a cantina de la estación. Hay alguien que está mirando a través de los vidrios empañados, abre la puerta encristalada del bar, todo es neblinoso, incluso dentro, como visto por ojos de miope, o bien por ojos irritados por granitos de carbón. Son las páginas del libro las que están empañadas como los cristales de un viejo tren, sobre las frases se posa la nube de humo. Es una noche lluviosa; el hombre entra en el bar; se desabrocha la gabardina húmeda; una nube de vapor lo envuelve; un silbido parte a lo largo de los rieles brillantes de lluvia hasta perderse de vista.
[...]
Las estaciones se parecen todas; poco importa que las luces no logren iluminar más allá de su halo deslavazado, total, éste es un ambiente que tú conoces de memoria, con el olor a tren que persiste incluso después de que todos los trenes han salido, el olor especial de las estaciones después de haber salido el último tren. Las luces de la estación y las frases que están leyendo parecen tener la tarea de disolver más que de indicar las cosas que afloran de un velo de oscuridad y niebla. Yo he bajado en esta estación esta noche por primera vez en mi vida y ya me parece haber pasado en ella toda una vida, entrando y saliendo de este bar, pasando del olor de la marquesina al olor a serrín mojado de los retretes, todo mezclado en un único olor que es el de la espera, el olor de las cabinas telefónicas cuando sólo cabe recuperar las fichas porque el número llamado no da señales de vida.
Yo soy el hombre que va y viene entre el bar y la cabina telefónica. O sea: ese hombre se llama «yo» y no sabes más de él, al igual que esta estación se llama solamente «estación» y al margen de ella no existe sino la señal sin respuesta de un teléfono que suena en una habitación oscura de una ciudad lejana. Cuelgo el auricular, espero la lluvia de chatarra que cae por la garganta metálica, vuelvo a empujar la puerta de cristales, a dirigirme hacia las tazas amontonadas a secar entre una nube de vapor.
Las máquinas-exprés en los cafés de las estaciones ostentan un parentesco con las locomotoras, las máquinas exprés de ayer y de hoy con las locomotrices y las locomotoras de ayer y de hoy. Por mucho que vaya y venga, que vague y que dé vueltas, estoy cogido en la trampa, en esa trampa intemporal que las estaciones tienden infaliblemente. Un polvillo de carbón aletea aún en el aire de las estaciones, aunque haga muchos años que han electrificado todas las líneas, y una novela que habla de trenes y estaciones no puede dejar de transmitir este olor a humo. Hace ya un par de páginas que estás avanzando en la lectura y sería hora de que se te dijera claramente si ésta en la que he bajado de un tren con retraso es una estación de antaño o una estación de ahora; y en cambio las frases siguen moviéndose en el indeterminado, en lo gris, en una especie de tierra de nadie de la experiencia reducida al mínimo común denominador. Ten cuidado: con seguridad se trata de un sistema para implicarte poco a poco, para capturarte en la peripecia sin que te des cuenta: una trampa. O acaso el autor está aún indeciso, como por lo demás tampoco tú, lector, estás muy seguro de qué te gustaría más leer: si la llegada a una vieja estación que te dé la sensación de una vuelta atrás, de una reocupación de los tiempos y lugares perdidos, o bien un relampagueo de luces y sonidos que te dé la sensación de estar vivo hoy, del modo en el cual hoy se cree que da gusto estar vivo.
[...]
Soy una persona que no llama la atención, una presencia anónima sobre un fondo aún más anónimo, y si tú, lector, no has podido dejar de distinguirme entre la gente que bajaba del tren y de seguirme en mis idas y venidas entre el bar y el teléfono es sólo porque me llamo «yo» y esto es lo único que tú sabes de mí, pero ya basta para que te sientas impulsado a transferir una parte de ti mismo a este yo desconocido. Al igual que el autor, incluso sin tener la menor intención de hablar de sí mismo, y habiendo decidido llamar «yo» a este personaje, como para sustraerlo a la vista, para no tenerlo que nombrar o describir, porque cualquier otra denominación o atributo lo hubiera definido más que este desnudo pronombre, sin embargo por el solo hecho de escribir «yo» se siente impulsado a poner en este «yo» un poco de sí mismo, de lo que él siente o imagina sentir.

Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero

Comentarios

  1. M'encanta!!! I m'ha fet pensar un munt en el capítol que tinc entre mans i que, si tot va bé, acabo avui mateix. Saps que vaig comprar el llibre el dia que me'l vas recomanar? El tinc una mica apartat, però pendent a un raconet del llit.

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