Biografías de olvidados S. L.

Yo no era nadie. Rodney Grant no era nadie. Omar Hassim-Alí, nadie. Javier Rodriguez ―el carpintero jubilado de setenta años que ocupó la cama hacia las cuatro― no era nadie. Tarde o temprano moriríamos todos, y cuando se llevaran nuestros cadáveres y los enterraran, solo nuestros amigos y familiares sabrían que habíamos muerto. Nuestro fallecimiento no se anunciaría por radio y televisión. No habría esquelas en el New York Times. No escribirían libros sobre nosotros. Ese es un honor reservado a los poderosos, a los que han ganado la fama, a quienes poseen alguna cualidad excepcional, pero ¿quién se molesta en publicar biografías de gente corriente, de esos olvidados que van a trabajar todos los días, con quienes nos encontramos por la calle y que apenas nos molestamos en observar?
En general, las vidas se esfuman. Una persona muere y poco a poco todo rastro de su vida desaparece. [...]
Mi idea era la siguiente: crear una empresa que publicara libros sobre los olvidados, rescatar historias, hechos y documentos antes de que desaparecieran para luego darles forma y construir una narración continua, el relato de una vida.
Las biografías se publicarían por encargo de los amigos y parientes del sujeto, en ediciones particulares de pequeña tirada: entre cincuenta y trescientos o cuatrocientos ejemplares. Me imaginaba escribiéndolas yo mismo, pero si la demanda crecía demasiado, siempre podría contratar a otros para que me echaran una mano: poetas y novelistas en apuros, experiodistas, universitarios sin trabajo, incluso Tom, quizá. Los costes de elaboración y publicación de los libros serían elevados, pero no quería que mis biografías fueran un lujo que solo pudieran permitirse los ricos. Para familias de escasos recursos, contemplaba un nuevo tipo de póliza de seguros a tenor de la cual se entregaría mensual o trimestralmente una insignificante suma de dinero para sufragar los gastos del libro. En vez de un seguro de vida o de hogar, seguro de biografía.
[...] Resucitaría a esa persona con palabras, y una vez impresas las páginas y encuadernada la historia entre cubiertas, tendrían algo a lo que aferrarse durante el resto de su vida. Y además ese algo viviría después de su muerte, nos sobreviviría a todos. 
Nunca debe subestimarse el poder de los libros.

Paul Auster, Brooklyn Follies

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