De recuerdos y de orgasmos
Joaquín Font, Clínica
de Salud Mental El Reposo, camino del Desierto de los Leones, en las afueras de
México DF, marzo de 1977. A veces me acuerdo de Laura Damián. No mucho,
unas cuatro o cinco veces por día. Unas ocho o dieciséis veces si no consigo
dormir, lo cual es lógico pues un día de veinticuatro horas da para muchos
recuerdos. Pero normalmente solo me acuerdo de ella cuatro o cinco veces y cada
recuerdo, cada cápsula de recuerdo tiene una duración aproximada de dos
minutos, aunque no lo puedo decir con certeza porque hace poco me robaron el
reloj y cronometrar a ojo es riesgoso.
Cuando yo era joven tuve una amiga que se llamaba Dolores.
Dolores Pacheco. Ella sí que sabía cronometrar a ojo. Yo quería irme a la cama
con ella. Quiero que me hagas ver el cielo, pues, Dolores, le dije un día,
¿Cuánto crees que dura el cielo?, dijo ella. ¿Qué quieres decir?, le pregunté.
Que cuánto te dura un orgasmo, dijo. Lo suficiente, dije yo. ¿Pero cuánto? No sé,
mucho, dije, qué preguntitas te gastas, Dolores. Entonces yo le aseguré que
nunca había cronometrado un orgasmo y ella me dijo has de cuenta que ahora
tienes un orgasmo, Quim, cierra los ojos y piensa que te estás viniendo.
¿Contigo?, dije yo, aprovechado. Con quien tú quieras, dijo ella, pero
piénsalo, ¿de acuerdo? Juega, dije yo. Bien, dijo ella, cuando empieces,
levanta la mano. Entonces yo cerré los ojos, me vi montando a Dolores y levanté
la mano. Y entonces escuché su voz que decía: Mississippi uno, Mississippi dos,
Mississippi tres, Mississippi cuatro y ya no pude aguantar la risa, abrí los
ojos y le pregunté qué era lo que hacía. Te cronometro, dijo ella. ¿Te has
venido ya? Pues no sé, dije yo, suelen ser más largos. No me mientas, Quim,
dijo, en Mississippi cuatro ya se han acabado la mayoría de los orgasmos,
vuelve a intentarlo y verás. [...] Y cuando abrí los ojos Dolores me dijo así
se cronometra un orgasmo, cada Mississippi es un segundo y cada orgasmo no dura
más de seis segundos. [...]
Ahora yo cronometro mis recuerdos de Laura Damián. Sentado
en el suelo, comienzo: Mississippi uno, Mississippi dos, Mississippi tres,
Mississippi cuatro, Mississippi cinco, Mississippi seis, y el rostro de Laura
Damián, el pelo largo de Laura Damián se instala en mi cerebro deshabitado
durante cincuenta o ciento veinte Mississippis, hasta que ya no puedo más y
abro la boca y el aire se me va de golpe, ahhh, o escupo en las paredes y me
vuelvo a quedar solo, vaciado, el eco de la palabra Mississippi rebotando en mi
bóveda craneal, la imagen del cuerpo de Laura destrozado por un carro asesino
diluida otra vez, los ojos de Laura abiertos en el cielo del DF, no, en el
cielo de la colonia Roma, de la colonia Hipódromo-La Condesa, de la colonia
Juárez, de la colonia Cuauhtémoc, los ojos de Laura iluminando los verdes y los
sepias y todas las tonalidades del ladrillo y de la piedra de Coyoacán, y luego
me detengo y respiro varias veces, como si estuviera atacado, y murmuro vete,
Laura Damián, vete, Laura Damián, y su rostro entonces por fin comienza a
desvanecerse y mi habitación ya no es el rostro de Laura Damián sino una
habitación de un manicomio moderno, con todas las comodidades posibles, y los
ojos que me espían vuelven a ser los ojos de mis enfermeros y no los ojos (¡los
ojos en la nuca!) de Laura Damián, y si en mi muñeca no brilla la luna de
ningún reloj no es porque Laura me lo haya arrebatado, no es porque Laura me
haya obligado a tragarlo sino porque me lo han robado los locos que por aquí
circulan, los pobres locos de México que pegan o que lloran, pero que no saben
nada de nada, ah, ignorantes.
Roberto Bolaño, Los detectives salvajes
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