Déjame volar contigo...

—¿Recuerdas —le dije— la vez en que viniste en autoestop conmigo hasta el colegio después de aquella función de teatro?
—Lo recuerdo.
—¿Recuerdas cómo me preguntaste dónde me gustaría vivir, si en el campo o en la ciudad?
—Y tú dijiste…
—Yo te dije que quería vivir en el campo, y en la ciudad también.
Buddy asintió.
—Y tú —continué con una repentina fuerza— reíste y dijiste que yo tenía el perfecto síndrome de una verdadera neurótica, que la pregunta provenía de un cuestionario de la clase de psicología de aquella semana.
La sonrisa de Buddy empezó a apagarse.
—Bien; tenías razón. Soy una verdadera neurótica. Nunca podría establecerme en el campo ni tampoco en la ciudad.
—Podrías vivir entre ambos —sugirió Buddy amablemente—. Entonces podrías ir a la ciudad algunas veces y al campo otras veces.
—Y bien, ¿qué tiene eso de neurótico?
Buddy no respondió.
—¿Y? —le espeté, pensando: «No puedes mimar a esa gente enferma, es lo peor del mundo para ellos, los destrozaría».
—Nada —dijo Buddy en voz neutra, plana.
—Neurótica, ¡ja! —Solté una risa desdeñosa—. Si ser neurótica es decir dos cosas mutuamente excluyentes en el mismo momento, entonces soy endemoniadamente neurótica. Estaré volando de una a otra cosa mutuamente excluyente durante el resto de mi vida.
Buddy puso una mano sobre la mía.
—Déjame volar contigo.

Sylvia Plath, La campana de cristal

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