Si ella supiera...

Este hombre, que, francamente, vamos a decirlo sin rodeos, está como una regadera, como un buscapiés, se imagina que en cuanto esté cerca de Bruja, le será fácil seguirla, pues jura y perjura que ella dejaba a su paso un rastro de perfume de flores, un aroma como de lluvia recién caída, un temblor de pájaros. ¿Cómo es posible que crea en algo así, en el poder mágico e invencible del amor, en un mundo tan poco propicio para tales ensoñaciones, en una época tan manchada y tan terrible como aquellas que tan amargamente la precedieron? Con las lágrimas derramadas por los hombres y las mujeres se formarían ríos, y no digamos si sumásemos las no vertidas por orgullo, educación, desesperanza o altruismo. Hay miles de perfumes, miles de temblores, miles de mujeres en este planeta, que entrecruzan sus caminos y confunden sus pistas, que enredan sus senderos, que construyen laberintos, que acarician y parpadean y traicionan, ¿cómo diantres puede estar convencido de que reconocerá entre un millón el rumor —o mejor, el silencio— de sus pasos almohadillados, el olor de su cuerpo atlético? ¿No es como para tildarle de loco, o, con benevolencia y prevaricación fraternal, de iluso? ¿No es claro signo de haber extraviado la razón el albergar dentro de sí un sentimiento como este, el haberlo hecho crecer hasta ser más grande que él mismo, hasta dejarse dominar por él, incapaz ya de ofrecer la más mínima y sensata resistencia? Las seguridades, las garantías, la clarividencia de su corazón, ¿no son acaso las vacilaciones, los agujeros, la ceguera de su cabeza?

Martín Casariego, La primavera corta, el largo invierno

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