En un día como hoy... ella

El pensamiento y la vida son polos opuestos. Por consiguiente ─ya que sentarse en una silla y pensar es precisamente lo que ahora hace Orlando─, solo podemos recitar el almanaque, rezar el rosario, sonarnos las narices, atizar el fuego y mirar por la ventana, hasta que haya concluido. Orlando estaba tan quieta que se hubiera oído la caída de un alfiler. ¡Ojalá hubiera caído un alfiler! Siempre eso hubiera sido alguna vida. O si una mariposa hubiera entrado por la ventana y se hubiera posado en su silla, uno podría escribir sobre eso. O si se hubiera levantado a matar una avispa. Ya podríamos empuñar la pluma y escribir. Ya habría una efusión de sangre, aunque de sangre de avispa. Donde hay sangre hay vida. Y aunque matar una avispa es una bagatela en comparación con matar a un hombre, es, sin embargo, un tema mejor para el novelista o el biógrafo que este mero dejarse vivir, este repensar, este inmovilizarse en una silla día tras día, con un cigarrillo y una hoja de papel, y una pluma y un tintero. ¡Ah, si los héroes ─podríamos exclamar (porque se nos está gastando la paciencia)─ tuvieran más consideración por sus biógrafos! [...]
Pero Orlando era una mujer ─Lord Palmerston acaba de probarlo─. Y al escribir la vida de una mujer, podemos, ya se sabe, sustituir la exigencia de la acción por la del amor. El amor, lo ha dicho el poeta, es toda la vida de la mujer. Basta echar una mirada a Orlando, escribiendo en su mesa, para admitir que nunca hubo mujer con más aptitudes para ese papel. Seguramente, ya que es una mujer, una mujer hermosa, una mujer en su plenitud, pronto abandonará este simulacro de escribir y pensar y pensará en un guardabosque, aunque sea (y con tal que piense en un hombre, a nadie le parecerá mal que piense). Y luego le escribirá una esquelita (y con tal que escriba esquelitas, a nadie le parecerá mal que una mujer escriba), y lo citará para el domingo al atardecer y vendrá al atardecer del domingo, y el guardabosque silbará bajo su ventana ─lo cual, naturalmente, constituye la esencia de la vida y el único tema de la literatura─. ¡No me vengan ahora con que Orlando no hizo una sola de esas cosas! Ay de mí ─una y mil veces ay de mí─, nada de eso hizo Orlando. ¿Tendremos que admitir que Orlando era uno de esos monstruos de iniquidad, que desconocen el amor? Era bondadosa con los perros, fiel a sus amigos, la generosidad en persona para muchos poetas muertos de hambre, tenía la pasión de la poesía. Pero el amor ─según lo definen los novelistas de género masculino; ¿y quién, después de todo, tiene mayor autoridad?─ nada tiene que ver con la bondad, la fidelidad, la generosidad o la poesía. El amor es quitarse las enaguas y... pero todos sabemos lo que es amor. ¿Hizo eso Orlando? La verdad nos compele a decir que no, que no lo hizo. Por consiguiente, si la heroína de nuestra biografía no se resuelve ni a matar, ni a querer, sino a pensar e imaginar, podemos deducir que no es otra cosa que un cuerpo muerto y abandonarla...

Virginia Woolf, Orlando

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