Libros (y dedicatorias) rescatados del olvido

Hubo un propio que quiso 
matar a Dios de amor, 
si yo consigo que cojas 
una gripe.

C.
St. Jordi 78

DIOS LA VIDA

En el mes de julio de 1972, por primera vez en Pacific Palisades, encontré a un joven de ochenta años.
Mi amigo Eugène Braum-Munk y yo veníamos de San Francisco, por la costa. Debo decir que, después de pasar Big Sur, el editor que soy comenzó a temblar ante la inminencia de ver al Coloso de Maroussi. ¿Por qué el Coloso? No sé...
─Buenos días.
─Buenos días.
─Usted es mi editor.
─Uno de ellos.
─No, usted no es un editor, usted es un escritor.
¿Cómo, me dije, este demonio de hombre ─que no conoce ni una sola palabra sobre mí─ sabe por anticipado que, en un canasto de mimbre, acumulo montañas de manuscritos por rehacer?
Le miro y confronto al Miller real con el imaginario: Gengis Khan convertido en Buda. Dulzura y determinación. ¡Contradicción arrastrada por la vida! Todo se mezcla a la vez. Cuando se pone de pie, lo encuentro de una talla más pequeña que la del inmenso Miller de mis sueños: el de los filmes, de las cubiertas de los libros, de la celebridad. Me he encontrado simplemente con la Vida ─todo es repentino en Miller, aunque elaborado desde hace mucho tiempo─ la Vida, Dios la Vida, la Vida es la segunda dimensión [...].
─¿Quiere usted jugar al ping-pong?
─Cómo no. No juego muy bien, pero tampoco demasiado mal.
─Usted es un buen jugador, lo sé. Yo también, pero me molesta la cadera.
─Bueno, probemos...
Ping-pong. 10/7 10/10 15/21 14/16.
─Lo hace a propósito ─me dice─, para complacerme.
20/19 en mi campo. Levanto la cabeza. Sí, juega mucho mejor que yo, pero, a causa de su cadera, sé muy bien que soy el más fuerte. Levanto la mirada para sacar el último tiro. Miller está delante mío, del otro lado de la red. Si soy editor, voy a dejarle ganar, teniendo en cuenta que a Miller no le debe gustar perder.
Tanto peor para el editor. El peloteo comienza. En verdad, trato de colocar la pelota allí donde Miller aún pueda tener alguna posibilidad de devolverla. Pero no, el deseo de enviársela al extremo derecho de la mesa es demasiado grande. ¡Pam! 21/19... ¡Con esto Miller está liquidado!...
─Bueno ─me dice, mientras hace girar la paleta por la empuñadura─, ha ganado... ¡Decididamente, usted no es un editor!
─Volveré el año próximo, si quiere, y jugaremos nuevamente al ping-pong...
─Hum (el hum, el gruñido de Miller es legendario), ¿quiere hacerme una entrevista, como todos los demás?
─Algo de eso hay, pero todavía no lo tengo claro.
─Bueno, vuelva usted.

Christian de Bartillat, Conversaciones con Henry Miller

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