Literaturizando la vida
—Lo que ocurre —dijo, tras unos momentos de silencio y con una voz que en vano quería hacer parecer como firme—, aunque es absurdo e imposible expresarlo con palabras, aunque para mí es difícil, intentaré explicárselo —añadió, frunciendo el entrecejo como por un dolor físico.
—¡Y bien! —dije.
—Imagínese que había un caballero A, digamos viejo y muy vivido, y una dama B, jovencita, dichosa, ignorante aún de las personas y de la vida. Por distintas cuestiones familiares, él la quería como a una hija y nunca había tenido miedo de quererla de otra manera.
Guardó silencio, pero yo no dije nada.
—Pero olvidó que B era muy jovencita, que la vida era para ella todavía un juego —continuó de pronto a toda velocidad, decidido y sin mirarme—, y que no era difícil amarla con otro amor, y que eso a ella la divertiría. Y cometió un error y de pronto se dio cuenta de que otro sentimiento, un sentimiento pesado como el arrepentimiento, comenzaba a abrirse paso en su alma, y se asustó. Se asustó de que fuesen a destruirse las relaciones amistosas que tenían, y decidió partir antes de que esas relaciones se destruyeran.
Al decir esto, de nuevo, como con descuido, comenzó a frotarse los ojos con la mano y los cerró.
—¿Y por qué tenía miedo de amarla de otra manera? —dije yo casi inaudiblemente, controlando mi inquietud, y mi voz era plana, pero a él debió de parecerle burlona. Respondió en un tono que parecía ofendido.
—Usted es joven —dijo—; yo ya no lo soy. Usted tiene ganas de jugar, pero yo necesito otra cosa. Juegue, pero no conmigo, porque puedo creérmelo, y será doloroso para mí, y usted se sentirá mal. Esto lo ha dicho A —añadió—, pero es una tontería. Usted sabe por qué me voy. Y no hablemos más del tema. ¡Por favor!
—¡No! ¡No! ¡Hablemos! —dije, y las lágrimas temblaron en mi voz—. ¿Él la amaba o no?
Él no respondió.
—Y si no la amaba, ¿por qué jugaba con ella como con una niña? —dije.
—Sí, sí; A era culpable —respondió, interrumpiéndome apresuradamente—, pero todo había terminado ya, y ellos se separaron... como amigos.
—¡Pero esto es horrible! ¿No hay otro final? —conseguí decir, y me asusté de haberlo dicho.
—Sí, sí lo hay —dijo él, descubriendo su rostro desasosegado y mirándome a los ojos.
Lev Tolstói, La felicidad conyugal
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