porque todo es ficción...
Para presentar su restaurada Prisión perpetua vino Ricardo Piglia a Barcelona. Cuando le vi en el Bar Belvedere, no sabía que acababa de expresar en una rueda de prensa su convencimiento de que «en realidad todos nos contamos la historia de nuestra propia vida con la ilusión de seguir siendo nosotros mismos: vivimos con la idea de que no podemos conocernos, pero sí narrarnos».
Me presenté en el Belvedere sin saber que no puedo llegar nunca a conocerme, pero que —como acababa de decir Piglia en la rueda de prensa— sí puedo narrarme. Tampoco sabía, cuando me presenté en el Belvedere, que de hecho, tal como acababa de decir Piglia a los periodistas, la práctica de narrar es central en nuestras vidas, es un punto de conexión entre todos nosotros. No sabía estas cosas y, a una pregunta de Piglia sobre mi cambio de vida en este último año, comencé sin darme cuenta a narrarme a mí mismo y conté que no tenía nostalgia alguna de la vida que llevaba antes, pues ya la tenía muy vista y era una historia que me aburría. Me apasionaba en cambio —vine a decirle— la nueva historia, la del día a día de mi nueva vida, la que me permitía ser otro, ser alguien con cierta energía original recuperada, al modo de un Einstein y sus tardías contemplaciones del universo...
Piglia siempre es irónico. Me habló entonces del gran Gatsby, aquel personaje de Scott Fitzgerald «que se esforzaba por cambiar su pasado». Y luego, fiel a lo que acababa de expresar en la rueda de prensa, me preguntó si detrás de esa «historia» de mis dos vidas estaba o no la ilusión de seguir siendo yo mismo. Me sentí contrariado. ¿Acaso no me había contundentemente presentado (o re-presentado) ante él como otro? Parecía Piglia estar haciendo caso omiso de eso, o bien sugiriendo que me engañaba yo a mí mismo creyéndome sumergido en una nueva vida. Y hasta me pareció oírle decir que nos damos falsos impulsos a base de historias nuevas.
Alguien se apiadó de mí y me puso en antecedentes de lo que se había dicho en la rueda de prensa en la que no había estado. Comprendí enseguida que entre la realidad y el deseo podía haber ciertas diferencias. Una cosa era que yo hubiera cambiado realmente de vida y la otra que no hubiera apenas cambiado pero me narrara a mí mismo —sin oposición hasta encontrarme a Piglia— la historia de mi cambio de vida. Cierta capacidad para fabular me permitía haberme convertido en un personaje de mí mismo que se dedicaba a creer que había hecho tabla rasa de su vida anterior y de paso a creer que había empezado a ser otro. Pero ¿a quién quería engañar? ¿A Piglia?
Tal vez mi cambio de vida solo estaba en lo que yo me narraba. Si era sí, tampoco era tan grave, podía seguir narrándome.
Le dije a Piglia que simplemente deseaba seguir siendo yo mismo, pero sin renunciar a esa historia de mi nueva vida: la historia de alguien que tenía percepciones nuevas y que se esforzaba tanto por cambiar su pasado como por buscar (ahí me agarré a Wittgenstein y cité varias frases inteligentes) la dimensión insondable.
Bajé la cabeza con desesperación filosófica.
—Eso he dicho —dije—. La dimensión insondable.
Enrique Vila-Matas, Dietario voluble
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