El triste héroe de nuestro tiempo...
Para la vida de cada día ya estaba Carmina, que, a diferencia de su hermana, era inteligente y buena y, además, me había prometido amor eterno. Pero a los pocos minutos volví a las andadas y me entraron [...] unas ganas inmensas de obedecer la ley de mi deseo y, después de la conferencia, fugarme aquella misma noche con Rosita. Tuve que buscarme nuevos argumentos para frenar la fuerza de aquel deseo desbocado.
Me dije que haría bien en pensar con mayor calma las cosas. Me dije que era más prudente no dar aquel paso, pues la vida cotidiana en una casa portuguesa podía arruinar en muy breve tiempo toda la pasión y gran fiebre de amor de la que se alimentaba mi historia con Rosita. Me dije que nada sería más triste que ver cómo de la noche a la mañana se desvanecía mi gran pasión: una pasión que, por muy paradójico que parezca, en realidad se alimentaba de la ausencia del objeto deseado [...].
Ante todo y por encima de todo estaba el amor eterno; me serenó por unos momentos haber tomado por fin una decisión tajante, pero eso no impidió que al poco rato me sintiera de pronto una lagartija ridícula que por no tener —del cielo encapotado habían empezado a caer las primeras gotas de lluvia— no tenía ni el amparo del sol. Y me sentí entonces de pronto un completo desgraciado, un cobarde, un moderno, un hombre sin paraguas, el triste héroe de nuestro tiempo, un pobre voyeur que se acababa de convertir en una estatua en plena calle Durban, en esa calle en la que vivían, desolados como él, los desheredados de la vida, la gente de perfil desgraciado del barrio de Gràcia, los personajes de mi trilogía. Y me sentí un transeúnte más que un día sería un transeúnte menos, un ciudadano —a causa de mi nariz, también de un notable perfil desgraciado— de los muchos que, espiándose a sí mismos, se pierden todos los días en la cotidianidad de una calle sombría de una lluviosa ciudad cualquiera. [...]
No sé cómo fue que, al reanudar el regreso a casa, subiendo por la empinada cuesta de la calle Durban y andando yo muy angustiado [...], de pronto me inventé una teoría para no seguir de aquella forma y me dije si no sería que en realidad necesitaba de aquel dilema de amor para de esa manera poder sentirme vivo y ocupado en algo, es decir, pensé que tal vez el problema de mi incertidumbre amorosa me estaba en realidad protegiendo de otro mal mucho más grande, de otro mal cuyas dimensiones eran muy superiores, un mal al que ya era hora de que mirara de frente, ese mal que haría que, cuando yo muriera, murieran conmigo mis dudas y mi lucha conmigo mismo y con aquel eterno dilema amoroso que me destrozaba, y que también murieran conmigo —me dije— todas las pasiones de mi vida y mi curiosidad y mi tendencia a ser espía, es decir, que conmigo moriría todo, lo que solo tenía una ventaja, una parte buena: el mundo obtendría con mi muerte una gran simplificación.
Pero aquella teoría, ese remedio que creía haber encontrado para tanta angustia provocada por mi dilema amoroso, era desde luego —no tardé en verlo— mucho peor que la enfermedad [...].
—Nada —me dije recordando unas palabras de mi padre—, en realidad no pasa nada. Después de todo, la muerte es morirse.
Pero sí que pasaba algo, la verdad era que peor no podía encontrarme. Seguí subiendo por la calle Durban pero sintiéndome más que nunca un completo desgraciado.
Enrique Vila-Matas, Extraña forma de vida
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