Lecturas

Era tan bueno como había pensado que sería. La prosa era ágil y su pasión estaba enmascarada por la serenidad y la claridad de su inteligencia. Era ella misma lo que se traslucía en lo que leía, se percató, y se maravillaba de la certeza con la que podía contemplarla incluso ahora. De repente fue como si ella estuviese en la habitación de al lado y la acabase de ver hacía solo un instante. Sentía un hormigueo en las manos como si la hubiera tocado. Y el sentimiento de haberla perdido, que llevaba tanto tiempo guardado dentro, afluyó, le absorbió y se dejó llevar por la corriente, más allá del control de su voluntad, no queriendo salvarse. Luego sonrió con ternura, como recordando algo, le vino a la mente que tenía casi sesenta años y que debía estar por encima de la fuerza de aquella pasión, de aquel amor.
Pero no lo había superado, lo sabía, y nunca podría hacerlo. Bajo la confusión, la indiferencia, el olvido, ahí estaba. El amor, intenso y fijo, siempre había estado ahí. En su juventud lo había dado sin pensar, lo había dado al conocimiento que le había revelado —¿hace cuántos años?— Archer Sloane; se lo había dado a Edith, en aquellos primeros días tontos y ciegos de cortejo y matrimonio, y se lo había dado a Katherine, como si nunca antes lo hubiera hecho. Lo había ido dando, de manera extraña, en cada momento de su vida y quizás lo había dado más cuando no era consciente de estar dándolo. No se trataba de una pasión ni de la mente ni de la carne; era más bien una fuerza que comprendía a ambas, como si fuese, más que un asunto de amor, su sustancia específica. A una mujer o a un poema, simplemente decía: «¡Mira! Estoy vivo».

John Williams, Stoner

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