Las consecuencias son las mismas...
Todavía tengo pesadillas. De hecho, las tengo tan a menudo que ya debería haberme acostumbrado. Pero no. La verdad es que nadie se acostumbra a las pesadillas.
[...]
Hubo un tiempo en que sí me gustaba dormir. De hecho, dormía a todas horas. Pero eso fue antes de que mi amigo Lude me despertara una noche a las tres de la madrugada y me pidiera que fuera a verlo. Quién sabe, si yo no hubiera oído el teléfono esa noche, ¿no sería todo distinto ahora? Muchas veces me lo planteo.
[...]
¿Qué sabía yo entonces? ¿Y qué sé ahora? Por lo menos una parte del horror que me llevé a las cuatro de aquella madrugada lo tenéis ahora delante, esperándoos, un poco como me estaba esperando a mí aquella noche, aunque sin estas pocas páginas a modo de envoltorio.
Tal como descubrí, la cosa contenía cientos y cientos de páginas. Marañas interminables de palabras, que a veces se retorcían para formar algo coherente y a veces no llevaban a nada, a menudo desmontándose, siempre ramificándose hacia otros textos con los que me encontraría más adelante, garabateados sobre servilletas viejas, en los bordes rotos de un sobre, una vez incluso en el dorso de un sello de correos; cualquier cosa menos dejar un trozo de papel vacío; cada fragmento cubierto por completo por la estela de años y años de pronunciamientos de tinta; superpuestos los unos a los otros, tachados, corregidos; escritos a mano y a máquina: legibles e ilegibles; impenetrables y lúcidos; rasgados, manchados y reparados con cinta adhesiva; algunas partes nuevas y limpias, y otras descoloridas, quemadas o bien dobladas y vueltas a doblar tantas veces que los dobleces habían borrado pasajes enteros de Dios sabe qué... ¿Sentido?, ¿verdad?, ¿engaño? ¿Un legado de profecías o de locura o bien nada parecido? Y que en última instancia designaban, describían, recreaban... encontrad vuestros propios términos; a mí ya se me han acabado los míos; o mejor dicho, me quedan muchos, pero ¿por qué usarlos? Y ¿para decir qué?
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Hubo un tiempo en que sí me gustaba dormir. De hecho, dormía a todas horas. Pero eso fue antes de que mi amigo Lude me despertara una noche a las tres de la madrugada y me pidiera que fuera a verlo. Quién sabe, si yo no hubiera oído el teléfono esa noche, ¿no sería todo distinto ahora? Muchas veces me lo planteo.
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¿Qué sabía yo entonces? ¿Y qué sé ahora? Por lo menos una parte del horror que me llevé a las cuatro de aquella madrugada lo tenéis ahora delante, esperándoos, un poco como me estaba esperando a mí aquella noche, aunque sin estas pocas páginas a modo de envoltorio.
Tal como descubrí, la cosa contenía cientos y cientos de páginas. Marañas interminables de palabras, que a veces se retorcían para formar algo coherente y a veces no llevaban a nada, a menudo desmontándose, siempre ramificándose hacia otros textos con los que me encontraría más adelante, garabateados sobre servilletas viejas, en los bordes rotos de un sobre, una vez incluso en el dorso de un sello de correos; cualquier cosa menos dejar un trozo de papel vacío; cada fragmento cubierto por completo por la estela de años y años de pronunciamientos de tinta; superpuestos los unos a los otros, tachados, corregidos; escritos a mano y a máquina: legibles e ilegibles; impenetrables y lúcidos; rasgados, manchados y reparados con cinta adhesiva; algunas partes nuevas y limpias, y otras descoloridas, quemadas o bien dobladas y vueltas a doblar tantas veces que los dobleces habían borrado pasajes enteros de Dios sabe qué... ¿Sentido?, ¿verdad?, ¿engaño? ¿Un legado de profecías o de locura o bien nada parecido? Y que en última instancia designaban, describían, recreaban... encontrad vuestros propios términos; a mí ya se me han acabado los míos; o mejor dicho, me quedan muchos, pero ¿por qué usarlos? Y ¿para decir qué?
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¿Veis? Lo irónico es que da igual que el documental que hay en el corazón de este libro sea inventado. Zampanò supo desde el principio que aquí no tiene la menor importancia lo que es real y lo que no. Que las consecuencias son las mismas.
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Con un poco de suerte, desdeñaréis esta labor, reaccionaréis tal como esperó Zampanò, diréis que es innecesariamente complicada, absurdamente obtusa, prolija —la palabra es vuestra— y que el concepto es ridículo, y además os creeréis todo lo que habéis dicho, y luego dejaréis el libro a un lado —aunque incluso aquí, esa expresión, «a un lado», hace que me estremezca, porque ¿hay algo que pueda dejarse a un lado?— y seguiréis con vuestras vidas, comiendo, bebiendo, siendo felices y la mayoría de vosotros durmiendo bien.
Aunque también hay bastantes probabilidades de que no sea así.
De una cosa sí estoy seguro: no sucede de inmediato. Terminaréis de leer y os olvidaréis, hasta que llegue un momento, tal vez dentro de un mes, tal vez un año, tal vez incluso varios años. Estaréis enfermos o con problemas o profundamente enamorados o llenos de incertidumbre silenciosa o incluso satisfechos por primera vez en la vida. No importará. Sin previo aviso, sin que podáis localizar la causa, de pronto os daréis cuenta de que las cosas no son ni mucho menos tal como las percibíais. Por alguna razón, ya no seréis la persona que una vez creísteis ser. Detectaréis cambios lentos y sutiles en lo que os rodea, y lo que es más importante, en vosotros mismos. Y para colmo, os daréis cuenta de que todo ha estado siempre cambiando, como una reverberación, una reverberación gigantesca, pero oscura como una habitación a oscuras. Y no entenderéis por qué ni cómo. Os habréis olvidado de qué os transmitió este conocimiento.
[...]
Podréis intentar entonces, como hice yo, encontrar un cielo lo bastante lleno de estrellas como para volveros a deslumbrar. Pero ya no habrá cielo que pueda deslumbraros. [...] Solamente pensaréis en oscuridad y os pasaréis buscándola horas, días, tal vez incluso años [...].
Y luego, para bien o para mal, os revolveréis, incapaces de resistir, aunque seguiréis intentándolo, luchando con todo lo que tengáis para no afrontar lo que más teméis, lo que es ahora, lo que será, lo que siempre ha venido antes, la criatura que sois en realidad, la criatura que somos todos, enterrada en esa negrura sin nombre que es un nombre.
Y luego empezarán las pesadillas.
Aunque también hay bastantes probabilidades de que no sea así.
De una cosa sí estoy seguro: no sucede de inmediato. Terminaréis de leer y os olvidaréis, hasta que llegue un momento, tal vez dentro de un mes, tal vez un año, tal vez incluso varios años. Estaréis enfermos o con problemas o profundamente enamorados o llenos de incertidumbre silenciosa o incluso satisfechos por primera vez en la vida. No importará. Sin previo aviso, sin que podáis localizar la causa, de pronto os daréis cuenta de que las cosas no son ni mucho menos tal como las percibíais. Por alguna razón, ya no seréis la persona que una vez creísteis ser. Detectaréis cambios lentos y sutiles en lo que os rodea, y lo que es más importante, en vosotros mismos. Y para colmo, os daréis cuenta de que todo ha estado siempre cambiando, como una reverberación, una reverberación gigantesca, pero oscura como una habitación a oscuras. Y no entenderéis por qué ni cómo. Os habréis olvidado de qué os transmitió este conocimiento.
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Podréis intentar entonces, como hice yo, encontrar un cielo lo bastante lleno de estrellas como para volveros a deslumbrar. Pero ya no habrá cielo que pueda deslumbraros. [...] Solamente pensaréis en oscuridad y os pasaréis buscándola horas, días, tal vez incluso años [...].
Y luego, para bien o para mal, os revolveréis, incapaces de resistir, aunque seguiréis intentándolo, luchando con todo lo que tengáis para no afrontar lo que más teméis, lo que es ahora, lo que será, lo que siempre ha venido antes, la criatura que sois en realidad, la criatura que somos todos, enterrada en esa negrura sin nombre que es un nombre.
Y luego empezarán las pesadillas.
Johnny Truant
31 de octubre de 1998
Hollywood, California
Mark Z. Danielewski, La casa de hojas
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