Nada

Sabía que debía estarle agradecida a la señora Guinea, solo que no podía sentir nada. Si la señora Guinea me hubiera dado un pasaje a Europa, o un viaje alrededor del mundo, no hubiera habido la menor diferencia para mí, porque donde quiera que estuviera sentada —en la cubierta de un barco o en la terraza de un café en París o en Bangkok— estaría sentada bajo la misma campana de cristal, agitándome en mi propio aire viciado. […]
Me arrellané en el asiento de felpa gris y cerré los ojos. El aire de la campana de cristal se acolchaba a mi alrededor y yo no podía moverlo.

Sylvia Plath, La campana de cristal

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